La acuñación de moneda en la Edad Media tiene presupuestos jurídicos y económicos fundamentales, caso de la propiedad de la moneda y el derecho a acuñar.
En un esquema feudal del patrimonio la moneda tiene un dueño, que es la autoridad titular del derecho a acuñar. En Castilla y León la moneda le pertenece al rey y tiene el derecho a acometer nuevas acuñaciones, impedir la circulación monetaria de series antiguas o extranjeras y perseguir a los falsificadores. El ejercicio de estos poderes se fue modulando con el tiempo y experimentó numerosas vicisitudes.
Como complemento, quien tiene un amoneda en sus manos comparte con el rey un derecho sobre la moneda, esto es, la moneda es suya pero lo es también, y en última instancia, del rey, que puede ordenar su conversión por nuevas monedas o impedir su circulación en el futuro.
Durante el siglo XII, los reyes leoneses y castellanos permitieron excepcionalmente que algunas autoridades eclesiásticas dispusieran a modo de concesión de algunos de los poderes propios de la moneda (acuñar o perseguir la falsificación), como sucedió con los obispos compostelanos, los abades de Sahagún o la iglesia de San Antolín de Palencia.
La acuñación es un negocio para los titulares del derecho a acuñar, sea por titularidad o por concesión. Dentro del siglo XII, los que tenían en su poder moneda real o extranjera debían convertirla periódicamente en moneda nueva, de manera que el rey obtenía unos ingresos al quedarse con una parte del cambio. Con otras palabras, si el detentador entregaba cien dineros recibía a cambio una cantidad inferior y en ocasiones con monedas con una menor ley o proporción de plata. En este proceso el rey entregaba una parte de sus ganancias a los monederos, a los fabricantes de cuños y, ocasionalmente, a obispos y otras corporaciones eclesiásticas con quienes había contraído alguna suerte de deuda.
A lo largo del siglo XII se fue modulando un tributo real denominado moneda o moneda forera, definido de manera muy precisa en las Cortes de Benavente de 1202 y consistente en una cantidad pagadera periódicamente con la contrapartida real de no retirar la moneda en circulación.
En cuanto regalía o prerrogativa inherente al poder real, las normas penales de los siglos XIII y siguientes, como las establecidas en el Fuero Real de Alfonso X o las Partidas que permanecen en vigor durante varios siglos, establecen unas penas severísimas para su transgresión a través de la falsificación de moneda.
En este esquema, los reyes fabrican moneda con una finalidad utilitaria muy distante de las necesidades económicas de la población. El rey emite moneda para financiarse, sea para pagar deudas o para obtener recursos económicos. No existe en la Edad Media un concepto económico de la trascendencia de la emisión y la circulación de moneda. Aunque las necesidades de la población no se desconocen plenamente, las necesidades de moneda en circulación son secundarias.
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